Flora Cantábrica

Matias Mayor

Fatima, Español.15.25.6.22


  1. DESPUES DE LAS APARICIONES

 

  1. Oraciones y sacrificios en el Cabezo

 

Mi tía, cansada de tener que mandar continuamente a buscar

a sus hijos para satisfacer los deseos de las personas que querían

hablar con ellos, mandó que llevara a pastar el rebaño su hijo

Juan (18).

A Jacinta le costó mucho esta orden por dos motivos: porque

tenía que hablar con toda la gente que la buscaba y por no poder

estar todo el día conmigo. Sin embargo tuvo que resignarse. Y, para

ocultarse de las personas que la buscaban, solía esconderse con

su hermano en una cueva formada por unas rocas, situadas en la

(18) Juan Marto, hermano de Francisco y de Jacinta (†28.IV.2000),

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falda de un monte que había frente a nuestro pueblo (19); tiene encima

un molino de viento. La roca queda en la falda que da al naciente;

y está tan bien dispuesta, que nos resguardaba perfectamente

de la lluvia y de los rayos calurosos del sol. Además, la ocultaban

numerosos olivos y robles. ¡Cúantas oraciones y sacrificios

ofreció ella allí a nuestro buen Dios!

En la falda de aquel monte había muchas y variadas flores.

Entre ellas había innumerables lirios que le gustaban mucho; y siempre

que por la noche salía a esperarme al camino, me traía un lirio

y cuando no lo había, otra flor cualquiera. Disfrutaba mucho cuando

me encontraba; entonces, la deshojaba y me tiraba los pétalos.

Mi madre se conformó con indicarme los sitios donde debía

pastorear, y así sabía dónde estaba para mandarme llamar cuando

fuera preciso. Cuando estaba cerca, avisaba a mis compañeros,

que enseguida iban allí. Jacinta corría hasta estar cerca de mí.

Después, cansada, se sentaba y me llamaba; no callándose hasta

que yo le respondía e iba a su encuentro.

 

  1. La molestia de los interrogatorios

 

Mi madre, cansada de ver cómo mi hermana perdía el tiempo

por ir a buscarme continuamente y a quedarse en mi lugar con el

rebaño, determinó venderlo, y, de acuerdo con mi tía, nos mandaron

ir a la escuela. A Jacinta le gustaba, durante el recreo, ir a

hacer algunas visitas al Santísimo; pero decía:

– Parece que lo adivinan; en cuanto entra uno en la iglesia,

hay mucha gente que quiere hacernos preguntas y a mí me gustaría

estar mucho tiempo sola, hablando con Jesús escondido; pero

¡no me dejan!

Era verdad, aquella gente sencilla de la aldea no nos dejaba.

Nos referían con sencillez, todas sus necesidades y problemas.

Jacinta se entristecía, sobre todo si se trataba de algún pecador;

entonces decía:

(19) La concavidad, formada por esas rocas, llámase «Loca do Cabeço»; fue

identificada por la Hermana Lucía, en su primera visita a los lugares después

de su salida en 1921, el día 20 de mayo de 1946.

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– Tenemos que rezar y ofrecer muchos sacrificios al Señor

para que lo convierta y así no vaya al infierno, pobrecito.

Ahora puedo contar un hecho que muestra todo lo que hacía

Jacinta por huir de las personas que la buscaban. Un día, cuando

íbamos ya por la mitad del camino de Fátima, vemos que, de un

automóvil, se baja un grupo de señoras y algunos caballeros. Sabíamos

sin duda que nos buscaban, y no podíamos huir sin que se

dieran cuenta; seguimos adelante con la esperanza de no ser conocidos.

Al llegar junto a nosotros las señoras nos preguntaron si

conocíamos a los pastorcillos a los cuales se les había aparecido

Nuestra Señora. Les respondimos que sí; y como querían saber

dónde vivían, les dimos toda clase de explicaciones para que llegasen

bien a casa y corrimos a escondernos en el campo, en un

zarzal. Jacinta, contenta con el resultado de la experiencia, decía:

– Hemos de hacer esto siempre que no nos conozcan.

 

  1. El Padre Cruz

 

Un día fue el señor doctor Cruz de Lisboa (20), a interrogarnos;

después de su interrogatorio, nos pidió que le mostrásemos el lugar

donde se nos había aparecido Nuestra Señora. Por el camino

ibamos cada uno al lado de su reverencia, que iba montado en un

burro tan pequeño que casi arrastaba los pies por el suelo. Nos fue

enseñando una letanía de jaculatorias, de las cuales Jacinta escogió

dos, que después no dejaría de repetir: “¡Dulce Corazón de

María, sed la salvación mía!”

Un día, durante su enfermedad, me dijo:

– ¡Me agrada tanto decirle a Jesús que le amo! Cuando lo digo

muchas veces parece como si tuviera fuego en el pecho, pero no

me quema.

Otras veces decía:

– Me encantan tanto Nuestro Señor y Nuestra Señora, que no

me canso de decirles que les amo.

(20) P. Francisco Rodrigues da Cruz S.J. (1858-1948), cuya causa de beatificación

ha sido introducida.

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  1. Gracias alcanzadas por Jacinta

 

Había en nuestro pueblo una mujer que nos insultaba siempre

que nos veía. Nos la encontramos cuando salía de la taberna; y la

pobre, como no estaba en sí, no se conformó esta vez solamente

con insultarnos. Cuando terminó su tarea, Jacinta me dijo:

– Tenemos que pedir a Nuestra Señora y ofrecer sacrificios

por la conversión de esta mujer; dice tantos pecados, que, como

no se confiese, va a ir al infierno.

Unos días después pasábamos corriendo por delante de la

casa de esta mujer. De repente, Jacinta se detiene y, volviéndose

atrás, pregunta:

– Oye. ¿Es mañana cuando vamos a ver a esa mujer?

– Sí.

– Entonces, no juguemos más; hacemos este sacrificio por la

conversión de los pecadores.

Y, sin pensar que alguien la podia ver, levanta las manos y los

ojos al cielo, y hace el ofrecimiento.

La mujercita estaba espiando por el postigo de casa; después

dijo a mi madre que le había impresionado tanto aquella acción de

Jacinta, que no necesitaba más prueba para creer en la realidad

de los hechos. Desde entonces no sólo dejó de insultarnos, sino

que también nos pedía continuamente que intercediésemos por

ella a Nuestra Señora, para que le perdonase sus pecados.

Nos encontró un día una pobre mujer, y, llorando, se puso de

rodillas delante de Jacinta, pidiendo que consiguiese de Nuestra

Señora ser sanada de una terrible enfermedad. Jacinta, al verla de

rodillas, se afligió y le cogió las manos trémulas, para que se levantase.

Pero viendo que no lo conseguía, se arrodilló también y rezó

con la mujer tres avemarías. Después le pidió que se levantara,

que Nuestra Señora había de curarla; y no dejó de rezar nunca por

ella, hasta que, pasado algún tiempo, volvió a aparecer para agradecer

a Nuestra Señora su curación.

En otra ocasión fue un soldado al que encontramos llorando

como un niño; había recibido orden de partir a la guerra y dejaba a

su mujer enferma en la cama con tres hijos pequeños. El pedía, o

la salud de la mujer, o bien la anulación de la orden.

Jacinta le invitó a rezar con ella el Rosario. Después le dijo:

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– No llore; Nuestra Señora es tan buena, que seguro que le

concede la gracia que le pide.

Y no se olvidó jamás de su soldado. Al final del Rosario, siempre

rezaba un avemaría por el soldado. Pasados algunos meses,

apareció con su esposa y sus tres hijos para agradecer a Nuestra

Señora las dos gracias recibidas. A causa de unas fiebres que le

habían dado la víspera de la partida, quedó libre del servicio militar;

y su esposa, decía él, fue curada milagrosamente por intercesión

de Nuestra Señora.

 

  1. Nuevos sacrificios

 

Un día nos dijeron que vendría un sacerdote santo a interrogarnos,

y que adivinaba lo que pasaba en el interior de cada uno,

por lo que descubriría si era o no cierto lo que decíamos. Entonces

Jacinta llena de alegría decía:

– ¿Cuándo llegará ese Señor Padre que adivina? Si adivina,

ha de saber bien que lo que decimos es verdad.

Jugábamos un día sobre el pozo ya mencionado; la madre de

Jacinta tenía allí, lindando, una viña. Cortó algunos racimos y nos

los trajo, para que nos los comiésemos; pero Jacinta no se olvidaba

de sus pecadores nunca:

– No los comamos –nos dijo–, y ofrezcamos este sacrificio por

los pecadores.

Enseguida corrió a llevar las uvas a unos niños que jugaban

en la calle. A la vuelta venía radiante de alegría; aquellos niños que

jugaban, eran nuestros antiguos pobrecitos.

Otra vez, mi tía nos fue a llamar para que comiésemos unos

higos que habían traído y que, en realidad, abrían el apetito a

cualquiera; Jacinta se sentó con nosotros, satisfecha, ante la cesta

y cogió uno para empezar a comer, pero de repente, acordándose,

dijo:

– ¡Es verdad!, hoy aún no hemos hecho ningún sacrificio por

los pecadores. Tenemos que hacer éste.

Puso el higo en la cesta, hizo el ofrecimiento, y nos fuimos

dejando allí los higos, para convertir a los pecadores. Jacinta repetía

con frecuencia estos sacrificios, pero no me detengo a contar

más, porque no acabaría nunca.

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