Flora Cantábrica

Matias Mayor

Fatima.Español 12.20,6,22


  1. LAS APARICIONES

 

  1. Manifestaciones en 1915

 

Así, pues, llegué a mis siete años. Mi madre determinó que

comenzase a guardar nuestras ovejas. Mi padre no era de esa opinión,

ni mis hermanas tampoco. Querían para mí, por el afecto particular

que me tenían, una excepción; pero mi madre no cedió.

– Es como todas –decía ella–. Carolina tiene ya doce años.

Por tanto, puede ya comenzar a trabajar en el campo, o aprender a

hilar, tejer o coser, si lo quiere.

Así me fue confiada la guarda de nuestro rebaño (8). La noticia

de que yo comenzaba mi vida de pastora se extendió rapidamente

entre los pastores, y casi todos vinieron a ofrecerse para ser mis

compañeros. A todos les dije que sí, y con todos hice planes para ir

a la sierra. Al día siguiente, la sierra estaba repleta de pastores y

rebaños. Parecía una nube que la cubría; pero yo no me encontraba

bien en medio de tantos gritos. Escogí, pues, entre ellos, tres

para que fueran mis compañeras, y sin decir nada a los demás,

escogimos unos pastos apartados.

Las tres que escogí eran: Teresa Matias, su hermana María

Rosa y María Justino (9). Al día siguiente nos fuimos con nuestros

rebaños a un monte llamado Cabezo, nos dirigimos a la falda del

monte, que queda mirando al norte. En la ladera sur de este monte

quedan los Valinhos, que V. Excia. ya debe conocer por el nombre.

Y en la ladera que mira al saliente, está la roca de la que ya hablé

a V. Excia. Rvma. en el escrito sobre Jacinta. Subimos con nuestros

rebaños casi hasta la cima del monte. A nuestros pies, quedaba

una extensa arboleda que se extiende en las llanuras del valle:

olivas, robles, pinos, encinas, etc.

Al llegar el mediodía, comimos nuestra merienda, y después

invité a mis compañeras a que rezasen conmigo el Rosario, a lo

que ellas se unieron con gusto. Apenas habíamos comenzado,

cuando, delante de nuestros ojos, vimos, como suspendida en el

aire, sobre el arbolado, una figura como si fuera una estatua de

nieve que los rayos del sol volvían como transparente.

.

76

¿Qué es aquello? – preguntaron mis compañeras, medio

asustadas.

– No lo sé.

Continuamos nuestro rezo, siempre con los ojos fijos en dicha

figura que, en cuanto terminamos, desapareció. Según mi costumbre,

tomé la decisión de callar, pero mis compañeras, en cuanto

llegaron a casa, contaron lo sucedido a sus famílias. Se divulgó la

noticia; y un día, cuando llegué a casa, me interrogó mi madre:

– Oye: dicen que viste por ahí no sé qué, ¿qué es lo que viste?

– No lo sé.

Y como no me sabía explicar, añadí:

– Parecía una persona envuelta en una sábana.

Y queriendo decir que no le pude ver las facciones, dije:

– No se le conocían ojos ni manos.

Mi madre terminó con un gesto de desprecio, diciendo:

– ¡Tonterías de niños! (10).

Pasado algún tiempo, volvimos con nuestros rebaños a aquel

mismo sitio, y se repitió lo mismo y de igual manera. Mis compañeras

contaron de nuevo lo acontecido. Y lo mismo sucedió, pasado

otro espacio de tiempo. Era la tercera vez que mi madre oía hablar

fuera de casa de estas cosas, sin yo haber dicho palabra en casa.

Me llamó entonces, ya poco contenta, y me preguntó:

– Vamos a ver: ¿qué dice la gente que ves por ahí?

– No lo sé, madre mía, no sé lo que es.

Varias personas comenzaron a burlarse de nosotras. Y como

yo, desde mi primera Comunión, me quedaba abstraída por algún

tiempo, recordando lo que había pasado, mis hermanas, con algo

de desprecio, me preguntaban:

– ¿Estás viendo a alguien envuelto en una sábana?

Estos gestos y palabras de desprecio afectaban mucho a mi

sensibilidad, pues yo solamente estaba habituada a muestras de

cariño. Pero esto no era nada. Lo que pasaba es que yo no sabía lo

que el buen Dios me tenía reservado para el futuro.

(10

.

77

  1. Apariciones del Ángel en 1916

 

Por este tiempo, Francisco y Jacinta pidieron y obtuvieron,

como ya conté a V. Excia. Rvma., permiso de sus padres para

comenzar a guardar sus rebaños. Dejé, pues, estas buenas compañeras

y las sustituí por mis primos: Francisco y Jacinta. Entonces

acordamos pastorear nuestros rebaños en las propiedades

de mis tíos y de mis padres, para no juntarnos en la sierra con los

otros pastores.

Un bello día fuimos con nuestras ovejas a una propiedad de

mis padres, situada al fondo de dicho monte, mirando al saliente.

Esa propiedad se llama «Chousa Velha». Alrededor de media mañana

comenzó a caer una lluvia fina, algo más que orvallo. Subimos

la falda del monte seguidas por nuestras ovejas, buscando un

resguardo que nos sirviese de abrigo. Fue entonces cuando, por

primera vez, entramos en nuestra caverna bendita. Queda en medio

de un olivar que pertenece a mi padrino Anastasio. Desde allí

se ve la pequeña aldea donde nací, la casa de mis padres, los

lugares de Casa Velha y Eira da Pedra. El olivar, perteneciente a

varios dueños, continúa hasta confundirse con estos pequeños lugares.

Allí pasamos el día, a pesar de que la lluvia había cesado y

el sol había aparecido, hermoso y claro. Comimos nuestra merienda,

rezamos nuestro Rosario, y no recuerdo si no fue uno de aquellos

Rosarios que solíamos rezar, cuando teníamos ganas de jugar,

como ya dije a V. Excia. Rvma., pasando las cuentas y diciendo

solamente las palabras: “Padre nuestro y Ave María”. Terminado

nuestro rezo, comenzamos a jugar a las chinas.

Hacía poco tiempo que jugábamos, cuando un viento fuerte

sacudió los árboles y nos hizo levantar la vista para ver lo que

pasaba, pues el día estaba sereno. Vemos, entonces, que, desde

el olivar (11) se dirige hacia nosotros la figura de la que ya hablé.

Jacinta y Francisco aún no la habían visto, ni yo les había hablado

de ella. A medida que se aproximaba, ibamos divisando sus facciones:

un joven de unos 14 ó 15 años, más blanco que la nieve, el sol

lo hacía transparente, como si fuera de cristal, y de una gran belleza.

Al llegar junto a nosotros, dijo:

– ¡No temáis! Soy el Angel de la Paz. Rezad conmigo.

(11

78

Y arrodillándose en tierra, dobló la frente hasta el suelo y nos

hizo repetir por tres veces estas palabras:

¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón

por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman.

Después, levantándose, dijo:

– Rezad así. Los Corazones de Jesús y de María están atentos

a la voz de vuestras súplicas.

Sus palabras se grabaron de tal forma en nuestras mentes,

que jamás se nos olvidaron. Y, desde entonces, pasábamos largos

ratos así, postrados, repitiéndolas muchas veces, hasta caer cansados.

Entonces, les recomendé que era preciso guardar silencio,

y esta vez, gracias a Dios, me hicieron caso.

Pasado bastante tiempo (12), en un día de verano, en que habíamos

ido a pasar el tiempo de siesta a casa, jugábamos al lado

de un pozo que tenía mi padre en la huerta, a la que llamábamos

“Arneiro’, (en el escrito sobre Jacinta, también hablé ya a V. Excia.

de este pozo). De repente vimos junto a nosotros la misma figura o

Ángel, como me parece que era, y dijo:

– ¿Qué hacéis? Rezad, rezad mucho. Los Santísimos Corazones

de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios

de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo oraciones

y sacrificios.

– ¿Cómo nos hemos de sacrificar? – le pregunté.

– En todo lo que podáis, ofreced a Dios un sacrificio como acto

de reparación por los pecados con que El es ofendido y como súplica

por la conversión de los pecadores. Atraed así sobre vuestra

Patria la paz. Yo soy el Angel de su guarda, el Angel de Portugal.

Sobre todo, aceptad y soportad, con sumisión, el sufrimiento que

el Señor os envie.

Pasó bastante tiempo y fuimos a pastorear nuestros rebaños

a una propiedad de mis padres, que queda en la falda del mencionado

monte, un poco más arriba que los Valinhos. Es un olivar al

que llamábamos «Pregueira». Después de haber merendado, acordamos

ir a rezar a la gruta que queda al otro lado del monte; para lo

cual, dimos una vuelta por la cuesta y tuvimos que subir un roquedal

que queda en lo alto de la «Pregueira». Las ovejas consiguieron

pasar con muchas dificultades.

(12

Después que llegamos, de rodillas, con los rostros en tierra,

comenzamos a repetir la oración del Ángel: ¡Dios mío! Yo creo,

adoro, espero y os amo, etc. No sé cuántas veces habíamos repetido

esta oración, cuando vimos que sobre nosotros brillaba una

luz desconocida. Nos levantamos para ver lo que pasaba y vimos

al Ángel (13), que tenía en la mano izquierda un Cáliz, sobre el cual

había suspendida una Hostia, de la que caían unas gotas de Sangre

dentro del Cáliz. En Ángel dejó suspendido en el aire el Cáliz,

se arrodilló junto a nosotros, y nos hizo repetir tres veces.

– Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os ofrezco el

preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor

Jesucristo, presente en todos los Sagrarios de la tierra, en reparación

de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que El mismo es

ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del

Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres

pecadores.

Después se levanta, toma en sus manos el Cáliz y la Hostia.

Me da la Sagrada Hostia a mí y la Sangre del Cáliz la divide entre

Jacinta y Francisco (14), diciendo al mismo tiempo:

– Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente

ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crimenes

y consolad a vuestro Dios.

Y, postrándose de nuevo en tierra, repitió con nosotros otras

tres veces la misma oración: «Santisima Trinidad… etc.», y desapareció.

Nosotros permanecimos en la misma actitud, repitiendo

siempre las mismas palabras; y cuando nos levantamos, vimos que

era de noche y, por tanto, hora de irnos a casa.

 

  1. Problemas familiares

Heme aquí, Exmo. y Rvmo. Señor, llegada al fin de mis tres

años de pastora – de los siete a los diez –. Durante estos tres años

nuestra casa, y casi me atrevería a decir, nuestra parroquia, había

mudado casi completamente de aspecto. El Rdo. Señor P. Pena

había dejado de ser nuestro Párroco, había sido sustituido por el

(

Rdo. Señor P. Boicinha (15). Este celosísimo sacerdote, al tener conocimiento

de las costumbres paganas que existían en la feligresia,

de bailes y danzas, comenzó en seguida a predicar contra ello en

el púlpito, en las homilías de los domingos; en público y en particular,

aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para combatir

esta mala costumbre.

Mi madre, desde que oyó al buen Párroco hablar así, prohibió

a mis hermanas ir a tales diversiones. Y como el ejemplo de mis

hermanas arrastró a otras, esta costumbre fue poco a poco extinguiéndose.

Lo mismo entre los niños que, como ya dije a V. Excia.

Rvma. en el escrito sobre mi prima, celebraban sus danzas aparte.

Hubo alguien que un día dijo a mi madre:

– Pero hasta aquí no era pecado bailar. Y ahora, porque viene

un párroco nuevo, ¿ya es pecado? ¿Cómo se entiende?

– No lo sé –respondió mi madre–. Lo que sé es que el Señor

Párroco no quiere que se baile y, por tanto, mis hijas no vuelven a

esas reuniones.

Como mucho, las dejaba bailar algunas cosas en família, porque

decía el Señor Párroco que en familia no estaba mal.

En el transcurso de este periodo de tiempo, mis dos hermanas

mayores dejaron la casa paterna, por haber contraído Matrimonio.

Mi padre se había dejado arrastrar por las malas compañías y había

caído en los lazos de una triste pasión, a causa de la cual

habíamos perdido ya algunos de nuestros terrenos (16). Mi madre,

al ver que escaseaban los medios de subsistencia, decidió que mis

dos hermanas, Gloria y Carolina, fuesen a servir. Quedó entonces

en casa mi hermano, para cuidar los campos que nos quedaban;

mi madre que cuidaba de las cosas de casa y yo que pastoreaba

nuestro rebaño. Mi pobre madre vivía sumergida en una profunda

amargura y, cuando por la noche nos juntábamos los tres en el

hogar, esperando a mi padre para cenar, mi madre, al ver los lugares

de sus otras hijas vacíos, decía con una profunda tristeza:

(

– ¡Dios mío! – ¿Adónde fue la alegría de esta casa?

E inclinando la cabeza sobre una pequeña mesa que tenía a

su lado, lloraba amargamente. Mi hermano y yo llorábamos con

ella. Era una de las escenas más tristes que he presenciado. Y yo

sentía el corazón desgarrado de tristeza por mis hermanas y por la

amargura de mi madre.

A pesar de ser niña, comprendía perfectamente la situación

en que nos encontrábamos. Recordaba, entonces, las palabras del

Angel: «Sobre todo, aceptad, sumisos, los sacrificios que el Señor

os envía». Me retiraba, entonces, a un lugar solitario para no aumentar

con mi sufrimiento el de mi madre. (Este lugar era, ordinariamente,

nuestro pozo). Allí, de rodillas, de bruces sobre las losas

que lo cubrían, juntaba a sus aguas mis lágrimas y ofrecía a Dios

mis sufrimientos.

A veces, Jacinta y Francisco venían y me encontraban así,

entristecida. Y como yo, a causa de los sollozos, estaba casi sin

voz y no podía hablar, ellos sufrían también conmigo hasta el punto

de derramar también abundantes lágrimas. Entonces, hacía Jacinta

en alta voz nuestro ofrecimiento: “Dios mío, es en acto de reparación

y por la conversión de los pecadores, por lo que te ofrecemos

todos estos sufrimientos y sacrificios”. (La fórmula del ofrecimiento

no era siempre exacta, pero el sentido era siempre éste).

Tanto sufrimiento comenzó a minar la salud de mi madre. Esta,

no pudiendo ya trabajar, mandó venir, para hacerse cargo de la

casa, a mi hermana Gloria. La visitaron cuantos cirujanos y médicos

había por allí; se emplearon infinidad de remedios sin obtenerse

mejoría alguna. El buen Párroco se ofreció para llevar a mi

madre a Leiría en su carro de mulas, para que la viesen allí los

médicos. Allá fue, acompañada de mi hermana Teresa, pero llegó

a casa medio muerta por el cansancio del camino y molida de las

consultas, sin haber obtenido resultado alguno. Por fin, se consultó

a un cirujano que tenía su consulta en S. Mamede, que declaró

que mi madre tenía una lesión cardíaca, un hueso de las vértebras

dislocado y los riñones caídos. La sometió a un riguroso tratamiento

de puntas de fuego, y varios medicamentos, con los que obtuvo

alguna mejoría.

Este era el estado en que nos encontrábamos, cuando llegó el

día 13 de mayo de 1917. Por este tiempo, a mi hermano le había

llegado la edad de asentar plaza en la vida militar; y como gozaba

de perfecta salud era de esperar que fuese reclutado. Además, se

estaba en guerra y era difícil conseguir librarlo. Con el temor de

quedar sin alguien que cuidase las tierras, mi madre mandó venir

también a casa a mi hermana Carolina. Entretanto, el padrino de

mi hermano prometió librarlo. Lo recomendó al médico de la inspección,

y nuestro buen Dios se dignó, por entonces, dar a nuestra

madre este alivio.

 

4.Apariciones de Nuestra Señora

 

No me detengo a describir la aparición del día 13 de mayo; es

de V. Excia. Rvma. bien conocida. Es también bien conocido por V.

Excia. Rvma. el modo cómo se informó mi madre del acontecimento

y los esfuerzos que hizo para obligarme a decir que había mentido.

Las palabras que la Santísima Virgen nos dijo en este día, y que

acordamos no revelar nunca, fueron (después de decirnos que

iríamos al Cielo):

– ¿Queréis ofreceros a Dios, para suportar todos los sufrimientos

que Él quiera enviaros, en acto de reparación por los pecados

con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los

pecadores?

– Sí, queremos – fue nuestra respuesta.

– Tendréis, pues, que sufrir mucho, pero la gracia de Dios será

vuestra fortaleza.

El día 13 de junio se celebraba en nuestra parroquia la fiesta

de S. Antonio. Era costumbre en este día sacar los rebaños muy de

madrugada; y, a las nueve de la mañana, se encerraban ya en los

corrales, para ir a la fiesta. Mi madre y mis hermanas que sabían lo

mucho que me gustaba la fiesta, me decían entonces.

– ¡Vamos a ver si tú dejas la fiesta para ir a Cova de Iría para

hablar allí con esa Señora!

En ese día nadie me dirigió la palabra, portándose conmigo

como quien dice: “Déjala, vamos a ver lo que hace”. Saqué, pues,

mi rebaño de madrugada, con la intención de encerrarlo en el corral

a las nueve, ir a Misa de diez, y en seguida irme a Cova de Iría.

Pero he aquí que, poco después de salir el sol, me viene a llamar

mi hermano: que fuese a casa porque varias personas que estaban

allí me querían hablar. Quedó, pues, él con el rebaño y yo fui a

ver para qué me querían. Eran algunas mujeres y hombres que

83

venían de Minde, de los lados de Tomar, Carrascos, Boleiros, etc.

(17), y que deseaban acompañarme a Cova de Iría. Les dije que

aún era temprano y les invité a que vinieran conmigo a la Misa de

ocho. Después volví a casa. Esta buena gente me esperó en nuestro

patio a la sombra de nuestras higueras.

Mi madre y mis hermanas mantuvieron su actitud de desprecio

que, en verdad, me afectaba mucho y me dolía tanto como los

insultos. Alrededor de las once salí de casa, pasé por casa de mis

tíos, donde Jacinta y Francisco me esperaban, y nos fuimos a Cova

de Iría a esperar el momento deseado. Toda aquella gente nos seguía,

haciéndonos mil preguntas. En este día yo me sentía

amargadísima: veía a mi madre afligida, que quería a toda costa

obligarme, como ella decía, a confesar mi mentira. Yo quería satisfacerla,

pero no encontraba cómo hacerlo sin mentir. Ella nos había

infundido a nosotros, sus hijos, desde pequeños, un gran horror

a las mentiras y castigaba severamente a aquel que dijese

alguna.

– Siempre –decía ella– conseguí que mis hijos dijesen la verdad;

y ahora, ¿he de dejar pasar una cosa de éstas a la más joven?

Si todavía fuese una cosa más pequeña…; pero ¡una mentira

de éstas que trae a tanta gente engañada…!

Después de estas lamentaciones, se volvía a mí y decía:

– Dale las vueltas que quieras, o tú desengañas a esa gente,

confesando que mentiste, o te encierro en un cuarto, donde no

podrás ver ni la luz del sol. A tantos disgustos, sólo faltaba que se

viniese a juntar una de estas cosas.

Mis hermanas se ponían a favor de mi madre; y a mi alrededor

se respiraba una atmósfera de verdadero desdén y desprecio.

Recordaba entonces los tiempos pasados y me preguntaba

a mí misma: ¿dónde está el cariño que hasta hace poco mi familia

me tenía? Y mi único desahogo eran las lágrimas derramadas delante

de Dios, ofreciéndole mi sacrificio. En este día, pues, la

Santisima Virgen, como adivinando lo que me pasaba, además de

lo que ya narré, me dijo:

– Y tú, ¿sufres mucho? No te desanimes. Yo nunca te abandonaré.

Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te

conducirá a Dios.

(

 

Jacinta, cuando me veía llorar, me consolaba diciendo:

– No llores. Seguramente son éstos los sacrifícios que el Ángel

dijo que Dios nos enviaría. Por esto, tus sufrimientos son para

reparar y convertir a Él los pecadores.

 

  1. Dudas de Lucía

 

Por este tiempo, el Párroco de mi feligresía supo lo que pasaba,

y mandó decir a mi madre que me llevase a su casa.

Esta respiró al fin, juzgando que el Párroco iría a tomar la responsabilidad

de los acontecimientos. Por eso, me decía:

– Mañana vamos a Misa muy de mañanita. Y luego, vas a casa

del señor Cura. Que él te obligue a confesar la verdad, sea lo que

fuere; que te castigue; que haga de ti lo que quiera; con tal de que

te obligue a confesar que has mentido, yo quedo contenta.

Mis hermanas también tomaron el partido de mi madre; e inventaron

un sinnúmero de amenazas para asustarme con la entrevista

del Párroco.

Informé a Jacinta y a su hermano de lo que pasaba; los cuales

me respondieron:

– Nosotros también vamos. El señor Cura también mandó decir

a mi madre que nos llevara; pero mi madre nunca nos dice nada

de estas cosas ¡Paciencia! Si nos castigan, sufriremos por amor

de Nuestro Señor y por los pecadores.

Al día siguiente, fui allá, detrás de mi madre, quien por el camino

no dijo ni una palabra. Yo confieso que temblaba, a la espera de

lo que iba a suceder. Durante la Misa, ofrecí a Dios mis sufrimientos;

y después, atravesé el atrio detrás de mi madre, y subí las

escaleras del porche de la casa del Sr. Párroco. Al subir las primeras

gradas, mi madre se volvió hacia mi y me dijo:

– No me enfades más. Ahora dices al Sr. Párroco que mentiste,

para que él pueda el domingo en la Misa decir que fue una

mentira, y así pueda acabar todo. Esto no tiene ni pies ni cabeza;

¡toda la gente corriendo a Cova de Iría a rezar delante de una carrasca!

(

.

Sin más, llamó a la puerta. Vino la hermana del buen Párroco,

que nos mandó sentarnos en un banco y esperar un poco. Por fin

vino el Señor Párroco. Nos mandó entrar en su despacho, hizo

señal a mi madre para que se sentase en un banco y a mí me llamó

junto a su escritorio. Cuando vi a su Rvcia. interrogándome con

tanta paz y amabilidad, quedé admirada. No obstante, me quedé a

la expectativa de lo que viniera. El interrogatorio fue muy minucioso

y, casi me atrevería a decir, agobiante. Su Rvcia. me hizo una

pequeña advertencia; porque, decía:

– No me parece una revelación del Cielo. Cuando se dan estas

cosas, de ordinario, el Señor manda a esas almas, a las que se

comunica, dar cuenta de lo que pasa a sus confesores o párrocos;

ésta, por el contrario, se retrae cuanto puede. Esto también puede

ser un engaño del demonio. Vamos a ver. El futuro nos dirá lo que

tenemos que pensar.

 

  1. Jacinta y Francisco animan a Lucía

 

Lo que esta reflexión me hizo sufrir, sólo el Señor puede saberlo,

porque sólo Él puede penetrar en nuestro interior. Comencé,

entonces, a dudar si las manifestaciones serían del demonio que

procuraba, por ese medio, perderme. Y como había oído decir que

el demonio traía siempre la guerra y el desorden, comencé a pensar

que, de verdad, desde que veía estas cosas, no había habido

ya más alegría ni bienestar en nuestra casa. ¡Qué angustia la que

sentía! Manifesté a mis primos mis dudas. Jacinta respondió:

– No es el demonio, ¡no! El demonio dicen que es muy feo y

que está debajo de la tierra, en el infierno; ¡y aquella Señora es

tan bonita!, y nosotros la vimos subir al Cielo.

Nuestro Señor se sirvió de esto para desvanecer algo mis

dudas. Pero en el transcurso de este mes, perdí el entusiasmo por

la práctica de los sacrificios y mortificaciones, y titubeaba si decir

que había mentido, y así terminar con todo. Jacinta y Francisco

me decían:

– ¡No hagas eso! ¿No ves que ahora es cuando tú vas a mentir,

y que mentir es pecado?

En este estado tuve un sueño, que vino a aumentar las tinieblas

en mi espíritu: vi al demonio que, riéndose por haberme enga86

ñado, hacía esfuerzos para arrastrarme al infierno. Al verme en sus

garras, comencé a gritar de tal forma, llamando a Nuestra Señora,

que acudió mi madre, la cual, afligida, me llamó preguntándome lo

que tenía. No recuerdo lo que le respondí, de lo que sí me acuerdo

es que en aquella noche no pude dormir más, pues quedé tullida

de miedo. Este sueño dejó en mi espíritu una nube de verdadero

miedo y aflicción. Mi único alivio era verme sola, en algún rincón

solitario, para llorar allí libremente.

Comencé a sentir aborrecimento hasta de la compañía de mis

primos; por eso, comencé a esconderme también de ellos. ¡Pobres

criaturas! a veces andaban buscándome, llamándome por mi nombre,

y yo cerca de ellos sin responderles, oculta, a veces, en algún

rincón hacia donde ellos no atinaban a mirar.

Se aproximaba el día 13 de julio y yo dudaba si iría allá. Pensaba:

si es el demonio, ¿para qué he de ir a verlo? Si me preguntan

por qué no voy, digo que tengo miedo que sea el demonio el que se

nos aparece y que por eso no voy. Jacinta y Francisco que hagan lo

que quieran; yo no vuelvo más a Cova de Iría. La resolución estaba

tomada, y yo, decidida a ponerla en práctica.

El día 12 por la tarde, comenzó a juntarse la gente que venía

a asistir a los acontecimientos del día siguiente. Llamé, entonces,

a Jacinta y Francisco y los informé de mi resolución. Ellos respondieron:

– Nosotros vamos. Aquella Señora nos mandó ir allá.

Jacinta se ofreció para hablar con la Señora. Pero le dolía que

yo no fuese y comenzó a llorar. Le pregunte por qué lloraba:

– Porque tú no quieres ir.

– No; yo no voy. Oye: si la Señora te pregunta por mí, dile que

no voy porque tengo miedo de que sea el demonio.

Y los dejé solos para irme a esconder y, así, no tener que

hablar con las personas que me buscaban para preguntarme. Mi

madre que me creía jugando con los otros niños, durante todo este

tiempo que me escondía detrás de unas matas de un vecino, que

lindaba con nuestro Arneiro, un poco al este del pozo, ya tantas

veces mencionado, cuando llegaba a casa por la noche, me reprendía

diciendo:

– Esta sí que es una santita, de ficción. Todo el tiempo que le

sobra de estar con las ovejas, lo pasa en los juegos, de tal forma

que nadie la encuentra.

87

Al día siguiente, al llegar la hora en la que debía partir, me

sentí de repente impulsada a ir, por una fuerza extraña y que no

me era fácil resistir. Me puse entonces en camino, pasé por la casa

de mis tíos para ver si aún estaba allí Jacinta. La encontré en su

cuarto, con su hermano Francisco, de rodillas, a los pies de la cama,

llorando.

– Entonces, ¿vosotros no vais?, les pregunté.

– Sin ti, no nos atrevemos a ir. Anda, ven.

– Allá voy, les respondí.

Entonces, con el semblante alegre, partieron conmigo. El pueblo,

en masa, nos esperaba por los caminos. Con esfuerzo conseguimos

llegar allá. Fue este el día en que la Santísima Virgen se

dignó revelarnos el secreto. Después, para reanimar mi fervor decaído,

nos dijo:

– Sacrificaos por los pecadores, y decid a Jesús muchas veces,

especialmente siempre que hagáis algún sacrifício: Oh Jesús,

es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación

de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María.

  1. Incredulidad de la madre de Lucía

 

Gracias a nuestro buen Dios, en esta aparición se desvanecieron

las nubes de mi alma y recupere la paz. Mi pobre madre se

afligía cada vez más, al ver la gran cantidad de gentes que allí

venían de todas las partes:

– Esta pobre gente –decía ella– viene, con certeza, enganãda

por vuestros embustes; y realmente no sé qué hacer para desengañarla.

Un pobre hombre que se jactaba de hacernos burla, de

insultamos y de llegar, a veces, a ponernos las manos encima, un

día le preguntó:

– Entonces tú, María Rosa, ¿qué me dices de las visiones de

tu hija?

– No lo sé –le respondió–, me parece que no deja de ser una

embustera que trae a medio mundo engañado.

– No digas eso muy alto, porque alguien sería capaz de matarla.

Me parece que por ahí hay alguien que no la quiere bien.

– ¡Ah! ¡No me importa!, con tal que la obliguen a confesar la

verdad. Yo he de decir siempre la verdad, sea contra mis hijos o

contra quien fuere, aunque fuera contra mi misma.

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Y verdaderamente así era. Mi madre decía siempre la verdad,

aunque fuera contra sí misma. Este buen ejemplo le debemos sus

hijos.

Un día, pues, determinó de nuevo obligarme a desmentirme,

como ella decía; y por ello decidió llevarme al día siguiente (19),

otra vez, a casa del Sr. Párroco para que yo le confesara que había

mentido, pedirle perdón y hacer las penitencias que su Rvcia.

juzgase y quisiese imponerme. Realmente el ataque, esta vez,

era fuerte y yo no sabía qué hacer. En el camino pasé por casa de

mis tíos, dije a Jacinta, que aún estaba en la cama, lo que me

pasaba, y me fui detrás de mi madre. En el escrito sobre Jacinta,

ya dije a V. Excia. la parte que ella y el hermano tomaron en esta

prueba que el Señor nos envió, y cómo me esperaban en oración

junto al pozo, etc.

Por el camino, mi madre me fue predicando su sermón. En

cierto momento, yo le dije temblando:

– Pero, madre mía, ¿cómo he de decir que no vi, si yo vi?

Mi madre se calló; y, al llegar junto a la casa del Párroco,

me dijo:

– Tú escúchame: lo que yo quiero es que digas la verdad: si

viste, dices que viste; pero si no viste, confiesa que mentiste.

Sin más, subimos las escaleras y el buen Párroco nos recibió

en su despacho, con toda amabilidad y yo diría que hasta con cariño.

Me interrogó con toda seriedad y delicadeza, sirviéndose de

algún artifício, para ver si yo me desmentía, o si cambiaba una

cosa por otra. Por fin, nos despidió, encogiéndose de hombros,

como diciendo: “No sé qué decir ni qué hacer de todo esto”.

 

  1. Las amezanas del Administrador

 

Pasados no muchos días, mis tíos y mis padres reciben orden

de las autoridades para comparecer en la Administración, al día

siguiente, a la hora marcada; con Jacinta y Francisco, mis tíos; y

conmigo, mis padres. La Administración está en Vila Nova de Ourém;

por eso, había que andar unas tres leguas, distancia bien considerable

para unos niños de nuestra edad. Y los únicos medios de

viajar en aquel tiempo, por allí, eran los pies de cada uno, o alguna

(19.

89

burrita. Mi tío respondió enseguida que comparecía él; pero que a

sus hijos no los llevaba:

– Ellos, a pie, no aguantan el camino –decía él– y montados

no irían seguros encima del animal, porque no están acostumbrados.

Además, no tengo por qué presentar en un tribunal a dos niños de

tan corta edad.

Mis padres pensaban lo contrario:

– La mía, va; que responda ella. Yo de estas cosas no entiendo

nada. Y, si miente, está bien que sea castigada.

Al día siguiente, muy de mañana, me montaron encima de una

burra, de la que me caí tres veces en el camino, y allá fui acompañada

de mi padre y de mi tío. Me parece que ya conté a V. Excia.

Rvma. cuánto sufrieron en este día Jacinta y Francisco pensando

que me habían matado. A mí lo que más me hacía sufrir era la

indiferencia que mostraban por mí mis padres; esto lo veía más

claro cuando observaba el cariño con que mis tíos trataban a sus

hijos. Recuerdo que en este viaje me hice esta reflexión: “¡Qué

diferentes son mis padres de mis tíos! Para defender a sus hijos se

entregan ellos mismos. Mis padres muestran la mayor indiferencia

para que hagan de mí lo quieran; pero, paciencia –decía en el interior

de mi corazón–, así tengo la dicha de sufrir más por tu amor, oh

Dios mío, y por la conversión de los pecadores”. Con esta reflexión

encontraba siempre consuelo.

En la Administración fui interrogada por el Administrador en

presencia de mi padre, mi tío y varios señores más, que no sé

quiénes eran. El Administrador quería forzosamente que le revelase

el secreto, y que le prometiese no volver más a Cova de Iría.

Para conseguir esto, no se privó ni de promesas ni de amenazas.

Viendo que nada conseguía, me despidió manifestando que lo había

de conseguir, aunque para ello tuviese que quitarme la vida. Mi

tío recibió una buena reprensión por no haber cumplido la orden;

después de todo esto, nos dejaron volver a nuestra casa.

 

  1. Más disgustos familiares

 

En el seno de mi familia había todavía otro disgusto, del que

yo era la culpable, según decían ellos. Cova de Iría era una propiedad

perteneciente a mi padre. En el fondo tenía un poco de terreno

bastante fértil, en el cual se cultivaba bastante maíz, legumbres,

90

hortalizas, etc. En las laderas había algunos olivos, encinas y robles;

pero desde que la gente comenzó a ir allá, nunca más pudimos

cultivar cosa alguna. La gente lo pisaba todo. Gran cantidad

iba a caballo, y los animales terminaban comiéndoselo y destrozándolo.

Mi madre, lamentando estas pérdidas, me decía:

– ¡Tú ahora cuando quieras comer, se lo vas a pedir a esa

Señora!

Mis hermanas añadían:

–Tú ahora sólo debías comer de lo que se cultiva en Cova

de Iría.

Estas cosas me dolían tanto, que yo no me atrevía a coger ni

un pedazo de pan para comer.

Mi madre, para obligarme a decir la verdad, como ella decía,

llegó, no pocas veces, a hacerme sentir el peso de algún palo destinado

a la lumbre, que se encontrase en el montón de leña, o el de

la escoba. Pero, como al mismo tiempo era madre, procuraba después

levantarme las fuerzas decaídas, y se afligía al verme consumir

con la cara paliducha, temiendo que fuese a enfermar. ¡Pobre

madre!; ahora sí que comprendo de verdad la situación en que se

encontraba y tengo pena de ella. En verdad ella tenía razón en

juzgarme indigna de un favor así, y por ello me creía mentirosa.

Por una gracia especial de nuestro Señor, nunca tuve el menor

pensamiento ni movimiento en contra de su modo de proceder

en relación a mi persona. Como el Ángel me había anunciado que

el Señor me enviaría sufrimientos, vi siempre en todo ello la acción

de Dios, que así lo quería. El amor, la estima y el respeto que le

debía continuó siempre aumentando, como si me acariciase mucho.

Y ahora le estoy más agradecida por haberme tratado así, que

si hubiese continuado criándome entre mimos y caricias.

 

  1. Primer Director Espiritual

Me parece que fue en el transcurso de este mes (20) cuando se

presentó por primera vez el P. Formigão para hacerme su interrogatorio.

Me preguntó seria y minuciosamente. Me agradó mucho,

porque me habló bastante de la práctica de las virtudes, enseñándo-

(20

.

me algunos modos de praticarlas. Me mostró una estampa de Santa

Inés, me contó su martírio y me animó a imitarla. Su Rvcia. continuó

yendo allí todos los meses para hacerme su interrogatorio, al

fin del cual, siempre me daba un buen consejo, con el que me

hacía algun bien espiritual. Un día me dijo:

– Tienes obligación de amar mucho a Nuestro Señor, por tantas

gracias y beneficios que te está concediendo.

Se grabó tan profundamente esta frase en mi alma, que desde

entonces adquirí el hábito de decir continuamente a Nuestro Señor:

“Dios mío, yo te amo, en agradecimiento a las gracias que me

has concedido”.

Comuniqué a Jacinta y a su hermano esta jaculatória que a mí

tanto me agradaba, y ella la tomó tan en serio, que cuando, más

entretenida estaba en medio de los juegos, preguntaba:

– Oíd, ¿se os ha olvidado decir a Nuestro Señor que le amamos

por las gracias que nos ha concedido?

 

11.La prisión de Ourém

 

Entretanto, amanecía el día 13 de agosto. Las gentes llegaban

de todas partes desde la víspera. Todos querían vernos e interrogarnos

y hacernos sus peticiones para que las transmitiésemos a

la Santísima Virgen. Eramos, en las manos de aquellas gentes,

como una pelota en las manos de los niños. Cada uno nos empujaba

para su lado y nos preguntaba por sus cosas, sin darnos tiempo

a responder a ninguno.

En medio de esta lucha, aparece una orden del Sr. Administrador,

para que fuera a casa de mi tía, que me esperaba allí. Mi

padre era el intimidado y fue a llevarme. Cuando llegué, estaba él

en un cuarto con mis primos. Allí él nos interrogó e hizo nuevas

tentativas para obligarnos a revelar el secreto y a prometer que no

volveríamos a Cova de Iría. Como nada consiguió, dio orden a mi

padre y a mi tío para que nos llevasen a casa del Sr. Cura.

Todo lo que nos pasó después en la prisión, no me detengo

ahora a contarlo, porque V. Excia. Rvma. lo conoce ya. Como ya

dije a V. Excia., a lo que en ese tiempo fui más sensible y lo que

más me hizo sufrir, lo mismo que a mis primos, fue el abandono

completo de nuestra família.

92

A la vuelta de este viaje o prisión, que no sé cómo lo he de

llamar –que a mi parecer fue el día 15 de agosto,– como satisfechos

de mi llegada a casa, me mandaron inmediatamente sacar el rebaño

y llevarlo a pastar. Mis tíos quisieron quedarse con sus hijos en

casa, y por ello mandaron en su lugar a su hermano Juan. Como ya

era tarde, nos quedamos junto a nuestra aldea, en los Valinhos.

  1. Excia. Rvma. ya conoce también cómo pasó esta escena,

por ello no me detengo a describirla. La Santísima Virgen nos recomendó

de nuevo la práctica de la mortificación, diciendo al final de

todo:

– Rezad, rezad mucho y haced sacrifícios por los pecadores;

que van muchas almas al infierno, porque no hay quien se sacrifique

y pida por ellas.

 

  1. Mortificaciones y sufrimientos

Pasados algunos días, íbamos con las ovejas por un camino,

donde encontré un trozo de cuerda de un carro. La cogí y jugando la

até a uno de mis brazos. No tardé en notar que la cuerda me lastimaba;

dije entonces a mis primos:

– Oíd: esto hace daño. Podíamos atarla a la cintura y ofrecer a

Dios este sacrificio.

Las pobres criaturas aceptaron mi idea, y tratamos enseguida

de divirla para los tres. Las aristas de una piedra, a la que pegábamos

con otra, fue nuestra navaja. Fuese por el grosor o aspereza de

la cuerda, fuese porque a veces la apretábamos mucho, este instrumento

nos hacía, a veces, sufrir horriblemente. Jacinta deja-ba, en

ocasiones, caer algunas lágrimas debido al daño que le causaba; yo

le decía entonces que se la quitase; pero ella me respondía:

– ¡No!, quiero ofrecer este sacrificio a Nuestro Señor en reparación

y por la conversión de los pecadores.

Otro día, jugábamos cogiendo de las paredes unas hierbas, que

producen un estallido cuando se aprietan con las manos. Jacinta, al

recoger estas hierbas, cogió sin querer también una ortiga, con la

que se produjo picor. Al sentir el dolor, las apretó más con las manos,

y nos dijo:

– Mirad, mirad, otra cosa con la que nos podemos mortificar.

93

Desde entonces quedamos con la costumbre de darnos, de vez

en cuando, con las ortigas un golpe en las piernas, para ofrecer a

Dios también aquel sacrificio.

Si no me engaño, fue también en el transcurso de este mes

cuando adquirimos la costumbre de dar nuestra merienda a nuestros

pobrecitos, como ya conté a V. Excia. Rvma., en el escrito sobre

Jacinta. Mi madre comenzó, también, en el transcurso de este mes,

a estar más en paz. Ella solía decir:

– Si hubiese, aunque sólo fuera una persona, que viese alguna

cosa, yo tal vez creería: ¡pero, entre tantas gentes, ver sólo ellos!

Ahora, en este último mes, varias personas decían que veían

algunas cosas: unos, que habían visto a Nuestra Señora; otras, varias

señales en el sol, etc., etc. Mi madre decía entonces:

– A mí antes me parecía que si hubiese otras personas que

también viesen algo, creería; pero, ahora, hay tantas que dicen que

ven, y yo no acabo de creer.

Mi padre comenzó también, por entonces, a tomar mi defensa,

imponiendo silencio siempre que comenzaban a reñir conmigo; y

solía decir:

– No sabemos si es verdad; pero tampoco sabemos si es

mentira.

Por este tiempo mis tíos, cansados de las impertinencias de

las personas de fuera, que continuamente pedían vernos y hablarnos,

comenzaron a mandar a su hijo Juan a pastorear el rebaño,

quedando ellos con Jacinta y Francisco en casa. Poco después,

acabaron por venderlo. Y yo comencé a ir sola con mi rebaño, porque

no me gustaba andar con otra compañía. Como ya conté a V. Excia.,

Jacinta y su hermano iban conmigo, cuando yo iba cerca; y si el

pastoreo era lejos, iban a esperarme al camino. Puedo decir que

fueron verdaderamente felices esos días para mí en que, sola, en

medio de mis ovejas, desde la cima de un monte o desde las profundidades

de un valle, yo contemplaba los encantos del cielo y agradecía

a nuestro buen Dios las gracias que desde allá me había

mandado. Cuando la voz de alguna de mis hermanas interrumpía mi

soledad, llamándome para que fuera a casa para hablar con tal o

cual persona que me buscaba, yo sentía un profundo disgusto, y

sólo me consolaba el poder ofrecer a nuestro buen Dios, una vez

más, este sacrificio.

94

Vinieron un día a hablarnos tres caballeros. Después de su

interrogatório, bien poco agradable, se despidieron diciendo:

– Mirad si os decidís a decir ese secreto; si no, el señor Administrador

está dispuesto a quitaros la vida.

Jacinta, dejando traslucir su alegría en el rostro, dijo:

– ¡Qué bien! ¡Con lo que me agradan Nuestro Señor y Nuestra

Señora! ¡Así vamos a verlos enseguida!

Corriendo el rumor de que, efectivamente, el Administrador

nos quería matar, una de mis tías, casada en Casais, vino a nuestra

casa, con la intención de llevarnos a la suya, porque decía

ella:

– Yo vivo en otro Ayuntamiento y por eso el Administrador no os

puede ir a buscar allí.

Pero su intención no se realizó, debido a que nosotros no quisimos

ir y respondimos:

– Si nos matan, es lo mismo; vamos al Cielo.

 

13.El trece de septiembre

 

Así se aproximó el día trece de septiembre. En este día la Santísima

Virgen, después de lo que ya he narrado, nos dijo:

– Dios está contento con vuestros sacrificios, pero no quiere

que durmáis con la cuerda. Ponéosla solamente durante el día.

Excusado será decir que obedecimos puntualmente sus órdenes.

Como en el mes pasado Nuestro Señor, según parece, había querido

manifestar alguna cosa extraordinaria, mi madre tenía la esperanza

de que en ese día, esos hechos serían más claros y evidentes. Pero

como nuestro buen Dios, tal vez para darnos la ocasión de poder

ofrecerle algún sacrificio más, permitió que en este día no trasluciese

ningún rayo de su gloria, mi madre se desanimó de nuevo y la

persecución en casa comenzó otra vez.

Eran muchos los motivos por los que se aflijía. A la pérdida total

de Cova de Iría, que era un bonito pastizal para nuestro rebaño, y de

los comestibles que allí se recogían, se venía a juntar la convicción,

casi cierta, como ella decía, de que los acontecimientos no pasaban

de simples quimeras y fantasías de imaginaciones infantiles.

Una de mis hermanas no hacía otra cosa que ir a llamarme y

quedar en mi lugar pastoreando nuestro rebaño, para que yo fuese a

95

hablar con las personas que pedían verme y hablarme. Esta pérdida

de tiempo, para una familia rica, no sería nada; pero para nosotros,

que teníamos que vivir de nuestro trabajo, era algo importante. Mi

madre se vio obligada, pasado no mucho tiempo, a vender nuestro

rebaño, que hacía, para el sustento de la família, no poca falta. De

todo esto se me culpaba y todos me lo echaban en cara en los

momentos críticos. Espero que nuestro buen Dios me lo haya aceptado

todo, pues yo se lo ofrecí, siempre contenta, por poder sacrificarme

por Él y por los pecadores. A su vez, mi madre sufría todo

esto con una paciencia y resignación heroicas; y si me reprendía y

castigaba, era porque me creía mentirosa.

A veces, completamente conforme con los disgustos que Nuestro

Señor le enviaba, decía:

– ¿Será todo esto el castigo que Dios me manda por mis pecados?

Si así es, bendito sea Dios.

 

  1. Sin espíritu de lucro

 

Una vecina se acordó un día, no sé cómo, de decir que unos

señores me habían dado, no recuerdo qué cantidad de dinero. Mi

madre, sin más, me llamó y me preguntó por ello. Como yo le dije

que no lo había recibido, quiso entonces obligarme a entregarlo; y,

para ello, se sirvió del palo de la escoba. Cuando yo ya tenía el polvo

de la ropa bien sacudido, intervino una de mis hermanas, Carolina,

con otra muchacha, vecina nuestra, llamada Virgínia, diciendo que

habían asistido al interrogatório de esos senõres y que habían visto

que ellos no me habían dado nada. Pude, así defendida, retirarme a

mi pozo predilecto y ofrecer, una vez más, este sacrificio a nuestro

buen Dios.

 

  1. Una visita curiosa

 

Si no me engaño, fue también en el trascurso de este mes,

cuando apareció por allí un joven que, por su elevada estatura, me

hizo temblar de miedo (21). Cuando vi entrar en casa, buscándome, a

un señor que tuvo que inclinarse para poder entrar por la puerta, me

creí en la presencia de un alemán. Y como en ese tiempo estábamos

en guerra y las famílias solían meter miedo a los niños diciendo: “Ahí

viene un alemán a matarte”, yo pensé que había llegado mi último

momento. Mi susto no pasó desapercibido a dicho joven que procuró

tranquilizarme, sentándome en sus rodillas, y preguntándome con

toda amabilidad. Terminado su interrogatório, pidió a mi madre que

me dejara ir a enseñarle el sitio de las apariciones y rezar allí con él.

Mi madre accedió a su petición y nos fuimos allá. Pero yo me estremecía

de pavor al verme sola, por aquellos caminos, en compañía

del desconocido. Me tranquilizó, sin embargo, la idea de que si me

mataba iría a ver a Nuestro Señor y Nuestra Señora.

Llegados al lugar, puestos de rodillas, me pidió que rezase un

Rosario con él para pedir a la Santísima Virgen una gracia que él

deseaba mucho: que una tal muchacha consintiese recibir con él el

sacramento del matrimonio. Me extrañó la petición, y pensé: “si ella

te tuviese tanto miedo como yo, nunca te diría que sí”. Terminado el

rezo de nuestro Rosario, el buen joven me acompañó hasta cerca de

nuestro pueblo y me despidió amablemente recomendándome su

intención. Empecé entonces una carrera desenfrenada hasta llegar a

casa de mis tíos, temiendo que él volviese atrás.

Cuál no fue mi espanto cuando el día 13 de octubre, me encontré

de repente, después de las apariciones, en los brazos de

dicho personaje, nadando por encima de las cabezas de la gente.

Realmente estaba bien para que todos pudiesen satisfacer su curiosidad

de verme; al poco rato, como el buen señor no veía donde

ponía los pies, tropezó en unas piedras, y cayó; yo no caí porque

quedé apretujada entre el gentío que me rodeaba. Otras personas

me recibieron y dicho personaje desapareció, hasta que pasado algún

tiempo apareció de nuevo allí, con dicha muchacha, ya entonces

su esposa, para agradecer a la Santísima Virgen la gracia recibida

y pedirle una abundante bendición. Este joven es hoy el señor Dr.

Carlos Mendes, de Torres Novas.

 

97

  1. El trece de octubre

 

Estamos, pues, Exmo. Rvmo. Señor Obispo, en el día trece de

octubre. Ya sabe V. Excia. Rvma. todo lo que pasó en este día (22). De

esta aparición, las palabras que más se me grabaron en el corazón,

fue la petición de Nuestra Santísima Madre del Cielo:

– No ofendan más a Dios, Nuestro Señor, que ya está muy

ofendido.

¡Qué amorosa queja y qué tierna petición! ¡Cómo me gustaría

que los hombres de todo el mundo y todos los hijos de la Madre del

Cielo escuchasen su voz!

Se había extendido el rumor de que las autoridades habían

decidido hacer explotar una bomba junto a nosotros, en el momento

de la aparición. No sentimos, por ello, miedo alguno y hablando

de esto con mis primos, dijimos:

– ¡Qué bien si nos fuera concedida la gracia de subir, desde

allí con Nuestra Señora al Cielo!

Sin embargo, mis padres se asustaron, y por primera vez quisieron

acompañarme, diciendo:

– Si mi hija va a morir, yo quiero morir a su lado.

Mi padre me llevó, entonces, de la mano hasta el lugar de las

apariciones. Pero, desde el momento de las apariciones, no lo volví

a ver más, hasta que por la noche me encontré en el seno de la

familia.

La tarde de este día la pasé con mis primos, como si fuésemos

algún bicho raro que la multitud procuraba ver y observar. Llegué

a la noche verdaderamente cansada de tantas preguntas e

interrogatorios, los cuales no acabaron ni con la noche. Varias personas,

porque no habían podido interrogarme, quedaron haciendo

turno para la mañana siguiente. Aún quisieron algunos hablarme

por la noche; pero yo, vencida por el sueño, me dejé caer en el

suelo para dormir. Gracias a Dios, el respeto humano y el amor

propio en aquella edad aún no los conocía, y por ello estaba tranquila

ante cualquier persona, como si estuviese con mis padres.

Al día siguiente continuaron los interrogatorios, o, mejor dicho,

en los días siguientes, porque, desde entonces, casi todos los días

 

iban personas a implorar la protección de la Madre del Cielo a Cova

de Iría, y todos querían ver a los videntes, hacerles sus preguntas y

rezar con ellos el Rosario. A veces me sentía tan cansada de tanto

repetir lo mismo y de rezar, que buscaba un pretexto para excusarme

y escapar. Pero aquella pobre gente insistía tanto, que yo tenía

que hacer un esfuerzo, a veces no pequeño, para satisfacerla. Repetía,

entonces, mi oración habitual en el fondo de mi corazón: “Es por

tu amor, Dios mío, en reparación de los pecados cometidos contra el

Inmaculado Corazón de María, por la conversión de los pecadores y

por el Santo Padre”.

 

  1. Interrogatorios de sacerdotes

 

Ya dije a V. Excia. Rvma., en el escrito sobre mi prima, cómo

fueron dos venerables sacerdotes, quienes nos hablaron de Su

Santidad y de la necesidad que tenía de oraciones. Desde entonces,

no ofrecíamos a Dios oración o sacrificio alguno, en que no

dirigiésemos una súplica por Su Santidad. Y concebimos un amor

tan grande al Santo Padre que, cuando un día el Sr. Cura dijo a mi

madre que seguramente yo iba a tener que ir a Roma, para ser

interrogada por el Santo Padre, batía las palmas de alegría y decía

a mis primos:

– ¡Qué bien, si voy a ver al Santo Padre!

Y a ellos se les caían las lágrimas, y decían:

– Nosotros no vamos, pero ofrecemos este sacrificio por él.

El Sr. Párroco me hizo también su último interrogatorio. El tiempo

determinado para los hechos había concluido y su Rvcia. no

sabía qué decir a todo esto. Comenzó también a demostrar su descontento:

– ¿Para qué va esa cantidad de gente a postrarse en oración a

un descampado, cuando el Dios Vivo, el Dios de nuestros altares,

sacramentado, permanece solitario, abandonado en el Tabernáculo?

¿Para qué ese dinero que dejan, sin fin alguno, debajo de

esa carrasca, mientras la iglesia en obras no hay manera de acabarla,

por falta de medios?(23)

 

Yo comprendía perfectamente la razón de sus reflexiones; pero,

¿qué podía yo hacer?; si yo fuese la señora de los corazones de

estas personas, los inclinaría, ciertamente, hacia la iglesia. Pero

como no lo era, ofrecía también a Dios este sacrificio.

Como Jacinta tenía la costumbre en los interrogatórios de bajar

la cabeza, poner los ojos en el suelo y no decir casi nada, yo era

la llamada casi siempre para satisfacer la curiosidad de los peregrinos.

Era, por ello, continuamente llamada a casa del Sr. Cura

para ser interrogada por ésta o aquella persona, por éste o aquel

sacerdote.

Vino en una ocasión a interrogarme un sacerdote de Torres

Novas.(24) Me hizo un interrogatorio tan minucioso, tan lleno de enredos,

que quedé con algunos escrúpulos, por creer haber ocultado

alguna cosa. Consulté con mis primos el caso:

– No sé –les dije– si estamos haciendo mal, en no decir todo

cuanto nos preguntan sobre si Nuestra Señora nos dice alguna

cosa más. No sé si con decir que tenemos un secreto, no mentimos

callando el resto.

– No sé –respondió Jacinta–, ¡mira a ver!, tú eres la que quieres

que no se diga.

– Ya se ve que no quiero, no –le respondí–; ¡para que comiencen

a preguntamos qué mortificaciones hacemos!, ¡sólo nos faltaba eso!

Oye, si tú te hubieses callado y no hubieras dicho nada, ahora

nadie sabría que habíamos visto a Nuestra Señora y hablado con

Ella, como con el Ángel. Nadie precisaba saberlo.

La pobre niña, al oír mis razones, comenzó a llorar y, como en

mayo, según lo que ya le escribí en su historia, me pidió perdón.

Quedé, pues, con mis escrúpulos, sin saber cómo resolver mi duda.

Pasado poco tiempo, se presentó otro sacerdote de Santarém.

Parecía hermano del primero o, al menos, que se habían ensayado

juntos: las mismas preguntas y enredos, los mismos modos de

reír y hacer burla; hasta la estatura y facciones parecían las mismas.

Después de este interrogatorio, mis dudas aumentaron, y no

sabía verdaderamente qué hacer. Pedía constantemente a Nuestro

Señor y a Nuestra Señora que me dijesen cómo debía actuar:

 

– ¡Oh mi Dios y mi Madrecita del Cielo! ¡Vosotros sabéis que no

os quiero ofender con mentiras, pero bien veis que no es bueno decir

todo lo que me dijisteis!

En medio de esta perplejidad, tuve la suerte de hablar con el

Vicario de Olival (25). No sé por qué su Rvcia. me inspiró confianza y

le expuse mis dudas.

Ya escribí en el escrito sobre Jacinta cómo su Rvcia. nos enseñó

a guardar nuestro secreto. Nos dio, además, algunas instrucciones

más sobre la vida espiritual. Sobre todo, nos enseñó la manera

de dar gusto a Nuestro Señor en todo, y la manera de ofrecerle

un sin fin de pequeños sacrificios:

– Si os apetece comer una cosa, hijitos míos, la dejáis y en su

lugar os coméis otra, y ofrecéis a Dios un sacrificio; si os interrogan

y no os podéis excusar, es Dios que así lo quiere; ofrecedle también

este sacrifício.

Comprendi, verdaderamente, el lenguaje de este venerable

sacerdorte y quedé satisfecha de él. Su Rvcia. no perdió jamás de

vista mi alma y de vez en cuando se dignaba, o pasar por allí, o se

valía de una piadosa viuda que vivía en un pueblecito cerca de

Olival (26) ; se llamaba señora Emilia.

Esta piadosa mujer iba con frecuencia a Cova de Iría para

rezar. Después, pasaba por mi casa, pedía que me dejasen ir varios

días con ella y después me llevaba a casa del Sr. Vicario.

Su Rvcia.tenía la bondad de mandarme quedar varios días en

su casa, diciendo que era para hacer compañía a su hermana.

Tenía, entonces, la paciencia de pasar a solas conmigo largas horas,

enseñándome a practicar las virtudes y guiándome con sus

sabios consejos. Sin que yo, por entonces, comprendiese nada de

la vida espiritual, puedo decir que fue mi primer director espiritual.

Conservo, pues, de este venerable sacerdote gratos y santos recuerdos.

(

 

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